“La verdad es una tierra sin caminos”, afirmó Krishnamurti al disolver la Orden de la Estrella. ¿Qué significan estas palabras para el público del alba del Nuevo Milenio, hoy que la Verdad nos bombardea desde los medios de comunicación, apóstoles de la verdad, hasta la exigencia de verdad que late en nuestros corazones?
La verdad sólo puede ser una metáfora atrapada en el capullo de una verdad mayor, que nos impele a buscarla más allá del tiempo. Pero la verdad, en su sentido más profundo, se esconde de nosotros, no aparece, sino disfrazada en medio de un torrente de verdades. Tal y como dijo Nietzsche: “La verdad es un ejército de metáforas en movimiento”.
Quiero ofrecer una disculpa por el estilo desenfadado de esta intervención. Pero es desenfadado porque soy un pesimista, y un pesimista desenfadado es aquel que sabe reírse del hecho de que vivimos en el peor de los mundos posibles. Y sin embargo, hay otro mundo, un mundo trascendente, el cual brilla con luz propia. Quienes pueden mostrarnos el camino hacia el mundo de la luz son los iluminados. Si Sócrates, basado en su propia doctrina, bien pudo haber dicho: “Yo sólo sé que no sé nada”, Krishnamurti, basado en su propia experiencia, bien pudo haber sostenido: “No soy aquel a quien buscan”. Y sin embargo, lo buscamos. Para quienes alguna vez nos hemos acercado a Krishnamurti, éste perece ser un religioso sin religión, un hombre que está más allá de los convencionalismos que constituyen pueblo, raza, autoridad. Las enseñanzas del maestro son una bocanada de aire fresco en un mundo donde ya no esperamos más maestros. Y para muestra, basta un botón.
Había una vez una sociedad que anunció la llegada de un nuevo y definitivo mesías para el mundo. Tal mesías debía nacer en el seno de la organización, para más señas, la Sociedad Teosófica. El mesías era Krishnamurti, y la Sociedad Teosófica entregó a la labor del maestro la Orden de la Estrella.
Desde entonces, y aún en vida de Krishnamurti, este singular personaje ha tenido tanto fervientes seguidores como severísimos críticos y detractores.
Tal vez el crítico más severo de Krishnamurti sea el propio Krishnamurti. Él estaba predestinado a ser el mesías esperado y adoctrinado por la teosofía, pero él mismo rechazó tal título.
Cuestionó el valor de todos los maestros, e insistió en el valor de la mente sencilla para despertar de verdad a la luz de un mundo más allá de este, sometido a las veleidades del tiempo.
Así pues, Krishnamurti no fue quien afirmaban sus amigos de la orden, sino más bien, él fue un hombre entregado a la investigación y la enseñanza. Sus pensamientos son lámparas que iluminan el camino de muchos buscadores, y se perfila como una filosofía con valor imperecedero. Pero hay que tener muy buen temple de ánimo para abordarlo.
Punto y aparte, de él podemos reseñar su amistad con David Bohm, con quien dialogó en un encuentro que fue guardado para lo posteridad en forma de libro, Más allá del tiempo. En aquellas páginas se prepara el camino que después recorrerá Fritjof Capra en El tao de la física, pues Krishnamurti y Bohm ya esbozaban la unidad entre la física teórica y la espiritualidad oriental.
Uno de los planteamientos más interesantes de la obra está en la anticipación del papel del tiempo en la física de Einstein y el postulado de que es la mente quien crea el tiempo. Más allá de la materia está la energía, más allá de la energía está el tiempo. Más allá del tiempo está la mente, y más allá de la mente está la serenidad.
Este investigador incansable de la naturaleza del mundo científico también es Krishnamurti.
Hablamos del proyecto de la Orden de la Estrella para con Krishnamurti usando la palabra mesías. Deliberadamente usamos el término para acercar el problema al gran público. Lo más conveniente quizá, hubiera sido referirnos a la selección de Krishnamurti como el Buda Maytreia de la Nueva Era.
Si bien renunció a ser el mesías, se entregó a la labor de ser un maestro espiritual. Para su labor contaba con su personalidad carismática y su trato encantador.
Una de las personas que supieron responder al encanto de Krishnamurti fue el doctor Susunaga Weeraperuma, quien fue biógrafo y discípulo del maestro sin maestros.
Weeraperuma apuntaba que: “La característica esencial, tradicionalmente aceptada, de las personas autorrealizadas es hallarse en un estado permanente de samadhi [meditación]. Éste debe ser siempre continuo, no intermitente”.
Resulta que Krishnamurti sabía muy bien qué pasaba siempre por su mente, pues llevaba un diario donde apuntaba sus pensamientos, decisiones y emociones. Y entre las páginas del puño y letra de Krishnamurti podemos leer lo siguiente:
“Muy temprano en la mañana, horas antes del amanecer, al despertar, había esa fuerza intensa y penetrante acompañada de austeridad. En dicha austeridad había bienaventuranza. Con intensidad creciente, aquello duró cuarenta y cinco minutos”.
Según la opinión aceptada, el samadhi es Uno. Si es uno, no puede aumentar ni disminuir, mucho menos desaparecer. Podemos preguntarnos: ¿Se equivocaron quienes creían que Krishnamurti era un iluminado? No adelantemos conclusiones, pues la pregunta sólo es la llave para avanzar en nuestra propia investigación sobre el enigma que fue Krishnamurti, tal como lo llamó Weeraperuma en un artículo. El samadhi krishnamurtiano surgía, aumentaba y después se iba. Según las más elementales leyes de la lógica, en consecuencia, Krishnamurti experimentaba un samadhi sui géneris, que podemos llamar la comunión con la otredad.
Alguien que comulga con la otredad, sabe lo que es ser humano, pero también sabe qué es tener el espíritu en contacto con el universo espiritual. Krishnamurti afirmó en el Libro de la vida: “Para terminar con el dolor, uno debe tener una mente muy clara, muy sencilla”. Se trata de la sencillez de los mansos que heredarán la Tierra, aquellos cuya mente reposa en la serena paz del interior.
Weeraperuma comenta que cuando Krishnamurti no se encontraba en su samadhi, era un ser humano como cualquiera: “A veces era presa de estados de temor, ansiedad, timidez, irritación, y depresión. Aun así, era un ser excepcional ya que carecía por completo envidia, odio o violencia”. Cabe preguntarnos: ¿Sufría Krishnamurti la ausencia de su hermano muerto?
Las ausencias son la mascota de proa de los maestros. Por eso, Krishnamurti nos dejó unas enigmáticas palabras en una exhortación de sus últimos tiempos, cuando se expresó de la siguiente manera: “Pasarán doscientos, trescientos años, antes de que haya otro cuerpo como éste. Si alguien hubiera escuchado, pero nadie escuchó”. ¿A quién se dirigen estas palabras? ¿Qué significan? ¿Quiénes se negaron a escucharlo? Y lo que es más importante, ¿Quién lo escuchó?
Krishnamurti es un misterio, pero su palabra vive, por eso, sepamos que el resto, no es silencio. Gracias.
Autor: Enrique Arias Valencia