Hamlet. Acto Tercero. Escena I.
Ser o no ser: esa es la cuestión.
¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los golpes y dardos de la adversa fortuna o tomar armas contra un piélago de calamidades y, haciéndolas frente, acabar con ellas?
Morir (…), dormir; no más.
¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne!
¡He ahí un término devotamente apetecible! ¡Morir (…), dormir; tal vez soñar!
¡Sí, ahí está el obstáculo!
Pues es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en ese sueño de la muerte, cuando nos hayamos liberado del torbellino de la vida. ¡Esta es la reflexión que da tan larga vida al infortunio!
Pues, ¿quién soportaría los ultrajes y desdenes del mundo, los agravios del opresor, las afrentas del soberbio, los tormentos del amor desairado, la tardanza de la ley, las insolencias del poder y los desdenes que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete?
¿Quién querría llevar tales cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por temor a algo tras la muerte, la ignorada región de cuyos confines ningún viajero retorna, temor que desconcierta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros que desconocemos?
Así la conciencia nos vuelve cobardes a todos, y así el primitivo matiz de la resolución desmaya con el pálido tinte del pensamiento, y las empresas de gran aliento e importancia, por esa consideración, tuercen su curso y pierden el nombre de acción (…).
Pero, ¡silencio! ¡La hermosa Ofelia! Ninfa, en tus oraciones acuérdate de todos mis pecados.